Este artículo es una copia literal del sitio web de la fundación: Heinrich Böll
Durante más de diez años hemos tenido celulares en nuestros bolsillos. Aproximadamente el mismo tiempo que llevamos retozando en Facebook. Hace cinco años que WhatsApp nos acompaña a cada paso. Al menos a muchos de nosotros. Y esto tiene algunas consecuencias que podemos observar objetivamente en nuestra vida cotidiana.
“Hablar por teléfono ya no es común”, dijo el otro día una amiga y vecina después de acompañar a nuestros hijos a la escuela. Es cierto: nos comunicamos por WhatsApp para decidir quién recogerá a los niños. Se trata de una manera moderna y también más cómoda que llamar a alguien por teléfono.
También estamos en una época hermosa en la cual podemos estar en contacto con nuestra familia y amigos que viven lejos. Llevamos el mundo en nuestro bolsillo, independientemente del lugar y del tiempo.
Pero en el caso extremo a veces nos soltamos de situaciones incómodas o del trato directo con prójimos y perdemos la posibilidad de tener una conversación cara a cara. Conozco familias que solamente están whatsappeando, incluso cuando están juntos en la misma casa.
Facebook, Instagram y Whatsapp —tres ejemplos, más o menos por casualidad, de la misma empresa— existen para mejorar nuestra vida, facilitarla, hacerla más hermosa y conveniente, para que estemos conectados siempre y por todas partes. Esa es la promesa y el modelo de negocio. Porque además tenemos la sensación de que son gratis.
Por eso pasamos a gusto nuestro tiempo libre por el buffet de las propuestas digitales: para comprar, chatear, flirtear o reservar hoteles para nuestras próximas vacaciones, al mismo tiempo que perdemos de vista —literalmente— a nuestros contactos. Quienes no nos pierden de vista son las compañías operadoras de las plataformas. Los datos que producimos y que les son útiles los guardan (quién sabe dónde y quién sabe por cuánto tiempo) y utilizan para vender publicidad dirigida a nosotros (los clientes).